4 DE ENERO DE 2002. Cuatro de la mañana.
Pronto amanecerá sobre Karachi. Envuelta en el cálido abrazo
de Danny me siento segura. Adoro esta posición. Somos
como cucharas guardadas en un cajón, unidas estrechamente
entre sí, cada una acoplada a la silueta de la otra. Amo estos
dulces momentos de despreocupación y la paz que me proporcionan.
No importa dónde nos encontremos (en Croacia,
Beirut, Bombay), éste es mi escudo. Éste es nuestro modo de
afrontar el desafío, de enfrentarnos al caos del mundo.
Al levantarme, lucho por hallar las palabras adecuadas para
describir este sitio. Supongo que ésa es la maldición de todos
los periodistas, narrar una historia en el instante preciso
en que se vive. No estoy segura de llegar nunca a conocer
Karachi. He desconfiado de esta ciudad desde el principio, y
estamos aquí en parte para descubrir si su mala reputación
es merecida. Alguna vez relativamente estable, incluso quizá
demasiado tranquila, Karachi se volvió en la década de los
ochenta un centro neurálgico del contrabando de armas y el
tráfico de drogas. Ahora la ciudad es un intrincado laberinto,
salvaje y decadente al mismo tiempo, una capital de odio
ciego y militancia violenta.
La población paquistaní está dividida. Los nativos odian a
los inmigrantes musulmanes que llegaron de la India tras la división
de ambos países en 1947. Los musulmanes suníes aborrecen
a los musulmanes chiíes. Desde 1998, han sido asesinados
en Karachi más de 70 médicos, en su mayoría chiíes acribillados
por zelotes suníes. Por su parte, los fundamentalistas que apoyan
a los talibanes, que han echado profundas raíces en Pakistán,
aborrecen al resto del mundo.
Hay mucha gente en esta ciudad, pero nadie parece saber
su número exacto. ¿Son diez millones de personas? ¿Doce?
¿Catorce? Encajonado entre la India y Afganistán, la mayor
parte del territorio de Pakistán carece de costa. Karachi, en la
costa del mar Arábigo, es el puerto más importante del país
y, como tal, un punto de atracción para los inmigrantes del
interior del país y de sitios aún más pobres más allá de las
fronteras: aldeas afganas, Bangladesh, las zonas rurales de la
India. A diario es posible ver a los pobres ardiendo bajo el
sol abrasador, vendiendo verduras y periódicos. Por la noche
todos desaparecen en el laberinto de calles, dotando a la ciudad
de un aire de inquietud. Este lugar del Tercer Mundo nos
parece a nosotros apenas un farol de luz muy tenue, pero Karachi
cautiva a los desesperadamente pobres como una antorcha
atrae a las moscas.
Es muy raro que me despierte antes que Danny, en especial
desde que me quedé embarazada. Un suave rayo de sol
cruza nuestra habitación y luego se desvanece en un dulce letargo.
Poco a poco mi mente abandona los misterios de Karachi
y vuelvo a abrazarme a mi esposo en nuestro cálido y privilegiado espacio. Juntos podremos hacer que la noche dure
un poquito más.
Siete de la mañana. Danny cierra con el pie la puerta de la
habitación. Ha traído café y bizcochos secos (si no rancios)
para frenar los ataques de náuseas que aún me vienen por las
mañanas. En ocasiones debo correr hacia el lavabo para vomitar
nada más levantarme de la cama. Los ruidos que hago
bastan para que Danny palidezca. Parece tan triste al ser testigo
de mis sufrimientos que intento ahogar los sonidos. Danny
cree que el embarazo me está poniendo de mal humor. Hace
unos pocos días tuve la oportunidad de leer un correo electrónico
indiscreto que le envió a su amigo de la infancia Danny
Gill, que vive en California:
¡Eh!... El vientre de Mariane está cada vez más grande. Es
algo impresionante. Como la fecha del parto es en mayo, nos
detendremos en París. Mariane se siente mal a menudo, se enfada
y se le despierta el apetito a horas más tempranas de lo
habitual. Se muestra impaciente, pero sólo con los paquistaníes,
y sensual cuando no se interponen otros síntomas...
A mí el humor de Danny me resulta también impredecible.
No sé si se debe a que está a punto de ser padre o a que
el mundo ha enloquecido en los cuatro meses que transcurrieron
tras el atentado a las Torres Gemelas, junto a las cuales se derrumbaron
también numerosas certezas. Danny es el jefe de
corresponsales del Wall Street Journal en el sur de Asia. Los
terroristas islámicos pueden atentar en cualquier punto del
planeta, pero el corazón (si es que se le puede llamar así) de
su red de operaciones se encuentra aquí, en esta región, y el
trabajo que tenemos entre manos es desalentador.
Danny y yo hemos estado siempre el uno al lado del otro
en nuestros respectivos reportajes. Yo le acompaño en la mayor
parte de sus entrevistas; él hace lo propio en gran parte de
las mías. Sin embargo, no me engaño. Él es un periodista mucho
más experimentado y trabaja para uno de los medios informativos
más importantes del mundo. Yo, en cambio, trabajo
sobre todo para la radio y televisión públicas francesas,
que apenas tienen dinero suficiente para pagar mis billetes de
metro cuando estoy en París. Con todo, nuestras diferencias
de origen y cultura nos convierten en un buen equipo. Sabemos
instintivamente cuándo callarnos y dejar que hable el otro.
Hago reír a Danny para ayudarlo a olvidar sus preocupaciones;
me aseguro de que reine el silencio cuando debe concentrarse.
Y luego ambos nos embarcamos en interminables
debates filosóficos sobre la verdad y el coraje, sobre cómo
combatir los prejuicios y cómo respetar a otras culturas y
aprender de ellas. A pesar de eso, tratar de comprender la naturaleza
del terrorismo es precipitarse a un reino de tinieblas.
Ya empieza a hacer calor. Para que me sienta mejor, Danny me
recuerda que hoy es el último día de nuestra corresponsalía en
Pakistán. Mañana nos instalaremos en un hotel de cinco estrellas
en Dubai y nos bañaremos en las playas del golfo de Arabia.
Se trata de un rodeo en nuestro camino hacia nuestro hogar
en Bombay, pero Pakistán y la India están enfrentados y no
existe un enlace directo entre sus ciudades. La disputa por el territorio
de Cachemira, en el Himalaya, ha prendido la animosidad
histórica entre ambas naciones hasta el punto de que el mundo teme que cualquiera de las partes lance un ataque contra la
otra. Tanto Pakistán como la India han utilizado Cachemira
como una excusa para justificar la escalada de su presupuesto
armamentístico. Las dos naciones poseen armas de destrucción
masiva y ambas amenazan con utilizarlas. Pienso en los policías
de Karachi, patrullando las calles con sus uniformes en estado
deplorable y sus porras como única arma.
La tensión se siente a flor de piel. Podemos percibirla en
las voces de nuestros amigos paquistaníes. El 24 de diciembre
de 2001 (una de esas raras ocasiones en las que coinciden en
el mismo día la Navidad, Januká y Eid-ul-Fitr —el fin del Ramadán—),
Danny recibió una carta de un amigo de Peshawar,
una ciudad algo inestable en la frontera afgano-paquistaní:
Feliz Eid y felices navidades para ti. Por favor dinos también
cómo está tu esposa. Existen ejércitos de India listos para
combatir con nosotros, pero ellos no saben que los musulmanes
sacrificarán sus vidas por el islam. En caso de guerra, India
quedará dividida en un montón de piezas y el islam se quitará
sus [ropas].
Mi plegaria es, OH, DIOS, salva a mi país de sus enemigos.
Las condiciones comerciales en Pakistán, especialmente en
Peshawar, no son muy buenas... Concluyo deseando que Dios
viva por siempre en nosotros y en toda tu familia.
Con los mejores deseos,
Wasim
Wasim es el director de una fábrica de galletas. Danny lo
conoció hace dos años en el aeropuerto de Teherán. Musulmán
muy conservador, por lo general Wasim desconfía de los
occidentales, pero a pesar de eso fuimos a visitarlo el pasadomes de diciembre y nos trató como a sus huéspedes de honor.
Nos agasajó con los manjares locales más exquisitos, carnes
asadas y, claro, galletas. Nos invitó asimismo a visitar los mercados
durante el Ramadán. En uno de los puestos cogió al
azar un par de zapatos de tacón, unos zapatos que ninguna
devota esposa musulmana hubiese podido llevar jamás, e insistió
en regalármelos. Otra noche tuvimos el honor de que
nos invitase a cenar en su casa, una mansión de dos plantas
en un superpoblado barrio de la ciudad. Nada más llegar, Danny
desapareció entre una nube de hombres, mientras que siete
mujeres se abalanzaban sobre mí. Se sentaron con las piernas
cruzadas sobre las alfombras y se quitaron el velo para estudiarme
con una intensa y desinhibida curiosidad mientras me
servían tres platos de albóndigas y arroz.
Danny respondió a la carta de Wasim:
Te deseo una feliz Navidad, Januká y Eid. Mariane y yo
compartiremos la cena de Navidad con mi colega y nuestros comerciantes locales de alfombras de Cachemira. Seremos tres musulmanes, dos judíos y una budista, lo que parece el inicio de
uno de esos chistes de avión, pero quizá sea un buen modo de
inspirar paz al mundo, o al menos a Cachemira.
Danny
En este viaje nos alojamos con una buena amiga de Danny
y colega del Wall Street Journal, Asra Q. Nomani, una mujer
nada convencional. Nacida en la India de padres musulmanes,
Asra se crió en Virginia y se encuentra en Karachi recopilando
información para un libro sobre el tantra. En general
se asocia el tantra a las prácticas sexuales que enseña el
Kamasutra. Asra insiste en que a ella le interesa más el aspecto espiritual. Es una mujer bajita y femenina, atlética y dotada
de un enorme atractivo. La suya es una belleza que impone:
sus cabellos negros a la altura de los hombros brillan
con el aceite que en la India se emplea diariamente para masajes
en la cabeza. De su rostro destacan los anchos y agudos
pómulos, y unos ojos tan oscuros y grandes que, cuando está
quieta, recuerda a una antigua estatua de Saraswati, la diosa
que posee todas las enseñanzas de los Vedas, desde la sabiduría
hasta la devoción. Pero en el contexto en que estamos es
escandalosamente avant-garde. Por regla general, las mujeres
solteras no pueden vivir solas en Karachi, pero eso no le ha
impedido alquilar una enorme casa en un distrito que lleva el
espantoso nombre de Fase de Defensa 5. No sólo eso: Asra
se ha enamorado hace poco de uno de los hijos de una familia
de la élite paquistaní, nueve años más joven que ella. Es
un muchacho atractivo que me parece un poco superficial.
Para darnos la bienvenida, Asra ha plantado flores en la entrada
de su casa, que es un pasillo compartido por toda la comunidad,
una de las más lujosas de Karachi. Aquí las casas son
vigiladas por un grupo de hombres enjutos, que se turnan para
colocarse frente a una garita de guardia cuyo propósito principal
es resguardarles del implacable calor. Los vecinos tienen puestos
importantes en el Ejército y en el Gobierno, y quizá también
en la mafia. Se supone que el temible gánster Dawood Ibrahim,
con reputación de ser un bárbaro sanguinario, tiene propiedades
en la zona. Danny le da vueltas a la idea de escribir su perfil
para el periódico.
Dentro de la casa, Asra nos ha preparado una suite de recién
casados. Hay flores y velas con esencia de pino, una botella
de aceite para masajes y otra para baños de burbujas. A
la izquierda de nuestra cama, una pequeña ventana cubierta con tela metálica mira a un patio donde una cuna plegable
ocupa el sitio de honor junto a una cuerda de tender la ropa
llena de prendas infantiles. Es la casa de los sirvientes, Shabir
y Nasrin, de quienes podría decirse que son propiedad del edificio,
ya que Asra les contrató cuando alquiló el sitio. Visité
su habitación. No tienen nada. Duermen en el suelo y su pequeña
hija, Kashva, una muñequita de cabellos cortos, descansa
apretujada entre sus padres. Nasrin está embarazada, pero
no me atrevo a decir que «igual que yo», tan diferentes serán
los destinos de nuestros hijos.
Danny cubre la escena corriendo la cortina y su gesto es
una perfecta metáfora del modo en que uno tiende a comportarse
ante la pobreza que se ve en todas partes. Poco después
ya da la impresión de que un tornado hubiese barrido nuestra
habitación. Es el comportamiento habitual de Danny. No bien
llega a un sitio abre sus maletas y desparrama todo su contenido.
Los calcetines. Los tebeos franceses que emplea para aprender
mi lengua natal (y que tanto disfruta). Su maquinilla de afeitar.
Su mandolina Flatiron, hecha a mano en Montana y mucho
más fácil de transportar que su violín. En el piso de arriba, sus
herramientas de trabajo ya han invadido la oficina de Asra: un
ordenador portátil; una agenda electrónica con un teclado especial
que Danny utiliza cuando viaja; una cámara digital; montañas
de facturas; y agendas Super Conquérant que compra al
por mayor en París.
Danny sale del lavabo en pantalones cortos, con el teléfono
móvil en la mano. Es uno de esos hombres raros a quienes los
ojos (en su caso unos ojos verdes con forma de castaña) siempre
les delatan. Le resulta imposible ocultar algo, en especial cuando
tiene ganas de bromear. Le sonrío, pues me parece un hombre
guapo y porque el amor que siento por él es absoluto. Sin desprenderse del móvil se sumerge bajo las sábanas. Gatea con
cuidado sobre mi cuerpo y alcanza mi vientre redondeado, donde
inicia una conversación privada con nuestro hijo en una lengua
que sólo ellos dos conocen. Sólo logro adivinar que le hace
al pequeño múltiples promesas para cuando nazca. Yo paso mis
dedos por sus gruesos cabellos castaños.
Danny se pone en manos de los peluqueros más inesperados.
Ésa es una frase divertida. Cuanto más insólita resulta la
peluquería, más feliz parece Danny. En la mayor parte de los
casos, los peluqueros no hablan inglés, lo que le asegura que
el resultado será siempre sorprendente. Así se enfrenta Danny
con el mundo, con total confianza. Cuando nos trasladamos
a Bombay, en octubre de 2000, lo primero que hizo fue dirigirse
a la peluquería que había en nuestra calle. Era posible
que el sujeto no le hubiese cortado el pelo a un joven blanco
en toda su vida, pero poseía una enorme y antigua silla de
barbero con un asiento de sucio cuero blanco y apoyabrazos
rojos. Me senté en un sillón justo detrás de Danny, a fin de
seguir la acción a través del espejo. Todo estaba en silencio
salvo por el zumbido de las moscas y el sonido de los tijeretazos.
De pronto comprendí que las mujeres no debían estar
allí. Pues bien, me dije a mí misma, ante cualquier problema
pondré como excusa las diferencias culturales. Pero me quedaré.
El peluquero comenzó a masajear la cabeza de Danny
de forma tan vigorosa que la arrastraba hacia adelante y hacia
atrás. Danny parecía invadido por la timidez y luchó denodadamente
por evitar mi mirada en el espejo. Una risa nerviosa
afloró en mi rostro de modo tan incontenible que se me
saltaron las lágrimas. Y esas lágrimas se volvieron tristes cuando
tomé conciencia de que íbamos a vivir allí de verdad, en
aquella estrecha calle llena de ratas, donde las mujeres no eran bienvenidas y donde todos parecían severos, rígidos y fríos.
Un sitio donde siempre sería una extraña, un sujeto marginal.
Danny conversa aún con Embrión (así lo llamamos), y me parece
que le dice a Embrión que será niño. Lo hemos sabido el
día anterior a salir de Karachi en una clínica de Islamabad, la
capital de Pakistán, donde no sólo realizan ecografías, sino
que afirman ser capaces de influir en el sexo del futuro bebé.
Le envió entonces un correo a Danny Gill:
¡NIÑO! ¡ES UN NIÑO! ¡YYYUUJUUU! ¡Rock & Roll! ¡Joder, tío!
¡Qué pasada! ¡Joder! No me malinterpretes. Una niña hubiera
sido fantástica también. Pero ¡ES UN NIÑO! ¡YYYUUJUUU! ¡YYYUUJUUU!
¡LOS NIÑOS AL PODER!
A decir verdad, me hace sentir un poco extraña el hecho
de llevar dentro el sexo masculino. Cuando se lo comento a
Danny sus ojos se iluminan, como cada vez que está a punto
de lanzar una broma.
—Ya sabes, cariño —me dice—, así es como comenzó todo...
A la mañana siguiente Danny está de un humor más solemne.
—Es increíble —se maravilla— cuánto puedes amar a alguien
que aún no has conocido.
Me explica que desea estudiar toda la Enciclopedia Británica
para ser capaz de responder a las preguntas que los
niños nunca dejan de formular, por ejemplo: «¿Cómo se evita
que caiga el cielo?».
Danny se levanta de la cama y acaba de vestirse. Sus gafas
le dan un aire de seriedad, y cuando trabaja se viste siempre con sutil elegancia. Parece tener una cierta debilidad
por las corbatas más finas, pero nunca va como un baroudeur,
uno de esos periodistas bravucones con sus chaquetas
de safari listos para la acción.
Estoy resfriada. Tengo algo de fiebre, me duele la cabeza,
esta noche habrá aquí una fiesta y no me siento con ganas
de hacer nada. Debo preparar la entrevista que grabaré
para la radio francesa con el director de una organización
que intenta proteger a las mujeres de la violencia doméstica,
y eso demandará toda mi energía. Al igual que en la India,
donde este horrendo problema ha recibido mayor atención,
los abusos domésticos son algo común aquí. Resultan espeluznantes
las cifras de mujeres golpeadas por sus esposos o,
mucho peor, atacadas con ácido o quemadas vivas.
La agenda de Danny para este día es especialmente ajetreada,
con varias reuniones en tiempos tan apretados como
los horarios de despegue de un populoso aeropuerto. Siempre
le pasa lo mismo el último día de un reportaje: hay tantas
entrevistas por hacer, tantas pistas que seguir. Entre otras
citas, se encontrará con un experto en crímenes informáticos,
con un sujeto del consulado de Estados Unidos y con
un representante de la Agencia Federal de Investigación paquistaní.
Debe reunirse también con el director de la Autoridad
de Aviación Civil para hablar acerca del control de las
fronteras de Pakistán, pues el Gobierno trata de evitar que
los terroristas conviertan Karachi en su guarida. Y lo más
importante, está investigando los lazos entre Richard C. Reid,
el repulsivo terrorista del zapato, y un clérigo radical musulmán
que vive en esta ciudad.
Desde que el 22 de diciembre fuera abortado el intento de
Reid de hacer estallar un vuelo entre París y Miami, han podido confirmarse varias cosas. En particular, que Reid actuaba
siguiendo órdenes de alguien perteneciente a la red terrorista
Al Qaeda en Pakistán, y muy probablemente en Karachi.
En principio Reid iba a abordar un avión el 21 de diciembre,
pero fue interrogado de forma intensiva en el aeropuerto de
París y acabó perdiendo el vuelo. Entonces envió un correo
electrónico a alguien en Pakistán explicando: «He perdido mi
vuelo. ¿Qué debo hacer?».
La respuesta anónima fue la siguiente: «Intenta coger otro
tan pronto como sea posible».
¿Quién era el hombre en Pakistán? El Boston Globe señaló
que Reid había visitado la casa en Karachi de Shaij Mubarak
Alí Shah Gilani, al parecer un respetado líder espiritual. Ahora,
¿era quizá Gilani algo más que un consejero espiritual para Reid?
¿Era él quien le había ordenado coger el vuelo París-Miami? Tras
varias semanas intentando localizar a Gilani a través de intermediarios,
Danny parece haberse asegurado al fin una entrevista
con él. Se encontrarán a primera hora de esta tarde.
Danny irá acompañado a la ronda de entrevistas de la mañana
por su nuevo negociador, un sujeto llamado Saeed. El
negociador es un elemento vital para el corresponsal. En regiones
donde todo debe ser descifrado, desde los discursos del
Gobierno hasta el lenguaje corporal, ellos cumplen la función
de traductores multidimensionales. Y también de guías. Saeed
no ha comenzado bien su trabajo. Acaba de llamar por teléfono
para avisar que se ha perdido. Eso preocupa a Asra, que
comenta nerviosa:
—¿Qué clase de negociador es ése, que ni siquiera sabe
moverse por Karachi?
Saeed es un periodista de Jang, el periódico urdu más importante.
Sus directivos afirman que Jang cuenta con cerca de dos millones de lectores. Es decir, según señala Danny, que imprime
aproximadamente la misma cantidad de ejemplares diarios
que el Wall Street Journal. Con todo, las comparaciones
acaban aquí. Saeed llega por fin, pasada cerca de una hora. Lo
que más impresiona de él es su aspecto nervioso, que contrasta
con su camiseta a cuadros de estilo occidental y sus pantalones
a rayas.
Una vez que Danny se ha marchado, el silencio envuelve nuestra
gran casa. Al otro lado de la calle, unas cotorras de impactante
color verde comienzan a parlotear, y sus voces son
un refrescante cambio respecto a la sonrisa cínica de los negros
buitres, que suelen constituir una compañía inevitable en
el sur de Asia. Nasrin está agachada en el suelo del salón recogiendo
el polvo con una escobilla casera hecha de finas ramitas
atadas con una soga. Su hija Kashva la sigue como una
pequeña sombra. Mi presencia asusta a la niña, pese a mis intentos
de conquistar su amistad. Sin embargo está fascinada
con Danny, quien siempre ha tenido más magnetismo que yo
con los niños.
Mi jaqueca es atroz. Recuerdo con nostalgia los días en
los que se me permitía tomar una aspirina. Regreso a nuestra
habitación para descansar un poco y para soñar despierta con
Danny, que está haciendo entrevistas en la ciudad. Adoro el
modo en que la camiseta que él plancha con tanto cuidado
por la mañana ya se encuentra invariablemente arrugada y
colgando sobre sus pantalones cuando empieza a anochecer.
Danny entra precipitadamente en las oficinas ajenas con las
manos siempre demasiado llenas, haciendo malabares con su
agenda electrónica, desparramando sus cuadernos y bolígrafos y sacando documentos de sobres de papel. Se gana la confianza
de la gente de un modo muy natural, supongo que debido
a la sutil combinación de su apariencia adolescente y sus
buenos modales. ¿O es acaso porque Danny no miente jamás?
Durante sus primeros días en el Journal, Danny se hizo famoso
por sus deliciosos recuadros de portada, peculiares artículos
publicados por el periódico en medio de la primera plana.
Allí escribió sobre la alfombra más grande que se había
tejido en Irán («ésta es una población demasiado pequeña a la
busca de un suelo verdaderamente grande»). En Astrakán contó
la historia de los distribuidores de caviar, que aumentaban
sus reservas inyectando hormonas a los esturiones para hacerles
producir más huevos; luego los retiraban mediante una
incisión en los peces similar a una cesárea («así nació la cirugía
para esturiones»). Danny podía obtener historias inesperadas
a partir de lo cotidiano.
Pero lo que más admiro de él es el modo en que se ha ido
metiendo en asuntos cada vez más complejos y profundos en
los últimos años. El territorio que explora en este momento
es mucho más incierto. Se abre camino a través de un mundo
dominado por ideas estrechas y conflictivas. Él recorre esos
caminos con inmensa curiosidad, ata cabos y explica el efecto
mariposa: cómo el más mínimo movimiento en un sitio
puede tener consecuencias masivas en otro. Veo a Danny madurando
y adquiriendo nuevas responsabilidades como escritor
y como hombre. Está cada vez más apasionado por un
mundo que pretende abarcar con su ambición. Me hace creer
en el poder del periodismo.
Hace un año, en Bombay, influida por la fuerte espiritualidad
de la India, acerqué mi silla de oficina al escritorio de Danny
y le pregunté qué valores consideraba esenciales (en otras palabras, en qué consistía su religión personal). No me refería a
una religión heredada por tradición, sino a los valores que él
colocara sobre todos los demás. Danny, que por entonces trabajaba
en un artículo sobre productos farmacéuticos, me dijo
que había comprendido la pregunta y que pensaría en ello.
Unos minutos después aproximó su silla a la mía: «La ética
—declaró con aire triunfante—, la ética y la verdad».
Días más tarde, esa convicción fue puesta a prueba cuando
llegamos al estado de Gujarat, en el norte de la India. La
región había sufrido un fuerte terremoto que había producido
un incalculable número de víctimas. Ninguno de nosotros
había informado hasta entonces sobre una catástrofe natural,
y cuando nos acercamos al epicentro del desastre el horror
nos conmocionó. La potencia del cataclismo parecía haber
desmenuzado la corteza de la tierra. Era evidente que cientos
de personas habían sido enterradas bajo los escombros. Contemplamos
en silencio cómo era extraído un cadáver. El olor
de la muerte estaba por todas partes.
Yo trabajaba en el equipo periodístico de una publicación
francesa. Cuando completé mi artículo, uno de los redactores
consideró que mis descripciones no eran lo «bastante vistosas»
y procedió a inventar una serie de impactantes detalles. De regreso
a Bombay, Danny y yo cenamos con él. El hombre era
un periodista veterano, pero de lo único de que podía hablar
era del desdén con el que veía el periodismo. Habló sobre ilusiones
y mentiras, sobre las noticias como espectáculo. Parecía
por completo indiferente a cualquier sentido de la responsabilidad,
a cualquier consideración por la verdad. Era como si algo
dentro de él hubiera muerto.